Sinopsis y fragmento

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A contracorriente es un viaje en dirección opuesta al de Olas, del Primer al Tercer Mundo, en el que el protagonista pasa de una niñez privilegiada en Hong Kong a un internado en el norte de Inglaterra, la Universidad de Cambridge, la City de Londres y Cuba.

Borrador del primer capítulo de A contracorriente:

 

La solicitud

Apellidos: Shaw. Nombre de pila: Richard. Segundo nombre: Sebastian. Fecha de nacimiento: 30 de junio de 1990. Edad a treinta y uno de agosto del año de inscripción propuesto: dieciocho. País de residencia habitual durante los últimos tres años entre Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte: Inglaterra. Con tinta negra y en mayúsculas seguí rellenando los espacios en blanco para la dirección postal, los teléfonos fijo y móvil, el correo electrónico, etc. Todo con mucho cuidado, sin precipitarme.

Tenía claro lo que quería estudiar: únicamente la literatura inglesa podía hacer que me levantara temprano durante los próximos tres años y cualquier otra carrera sería una larga condena a trabajo forzado. También dónde: mi padre, catedrático en la Universidad China de Hong Kong, había hecho una maestría en Cambridge y me había contado que de aquel colegio habían salido medio centenar de escritores de talla mundial, amén de un par de primeros ministros. Si uno estudiaba inglés en St Mary’s, le pagaban los libros y hasta los gastos de una semana en Los Lagos. Cuando me graduara, no me molestaría encontrar un empleo decente en alguna de aquellas empresas del conocimiento valoradas en miles de millones de libras y que seguían cambiando el mundo muchos años después del descubrimiento del ADN y de la secuenciación del genoma humano.

Había empezado pronto. No me refiero a que a las ocho y veinte de la mañana ya estaba frente a una taza de té y un montón de papeles, sino al mes del año. Podía perfectamente esperar hasta febrero para enviar la solicitud de admisión a la mayoría de las universidades británicas, que hacían una oferta de matriculación según las notas y la carta de presentación o “declaración personal”, pero la fecha límite para quienes querían entrar en Oxford o Cambridge era el 15 de octubre. “Oxbridge” realizaba entrevistas a finales del año anterior al posible ingreso y me preocupaba que, cuanto más tardara, más difícil me resultaría impresionar al personal que debía leer las solicitudes de cientos de candidatos probablemente mejores que yo. Mis posibilidades se irían reduciendo con cada semana, día, hora y segundo.

Marcando casillas y rellenando recuadros llegué a las secciones que requerían respuestas más elaboradas. Sin parecer engreído ni cursi, y sin usar las declaraciones prefabricadas que abundaban en Internet, ni decir mentiras que pudieran volverse en mi contra, utilicé todo el espacio disponible en cada recuadro, no fueran a pensar que no tenía mucho que decir sobre mi persona. Donde las guías para rellenar este tipo de formularios recomendaban describir conocimientos, habilidades y logros, me centré en las cualidades que me ayudarían en los estudios y en la vida. Como el personal de admisión esperaba que fuera un ávido lector, no solo dije que me gustaba leer, sino que mencioné autores y títulos concretos (Orwell, Huxley), así como periódicos (The Guardian de lunes a sábado, The Observer los domingos y The Independent de vez en cuando), por qué los prefería, lo que aprendía de ellos y cuánto me inspiraban. No vi necesario inventarme que tocaba piano o violín, ni que era bueno en cricket o croquet, pero también me cuidé de mencionar algunos de mis pasatiempos que no demostrarían madurez a los funcionarios y académicos. Consciente de que no eran ventajas justas saber español por ser mi madre burgalesa, y algo de cantonés por haber pasado la infancia y parte de la adolescencia en Hong Kong, mencioné estas lenguas extranjeras muy de pasada. En definitiva: me centré en convencer a quienes leyeran mi declaración de que era el mejor aspirante a estudiar la rama del saber a la que ellos habían dedicado gran parte de su vida. Y cuando terminé de rellenar aquellos folios, algunos en su segunda y tercera versión (me había hecho de tres copias del formulario en blanco en previsión de que emborronaría bastante), los envié por correo sin dilación para quitarme de encima tamaño peso y dormir bien.

Contaba con que la recomendación de mi profesor de inglés que había adjuntado a la solicitud sirviera para algo. Resulta que otro alumno del internado en Doncaster había estudiado la misma carrera que yo solicitaba en St Mary’s y no le había ido nada mal. Mi profe estaba convencido de que el colegio reconocería esta conexión con el internado, beneficiosa para a todos. Otra de mis esperanzas era que, quizás para parecer menos excluyente, Cambridge aceptaba excepcionalmente a alumnos de escuelas públicas pobres con pronósticos de notas bajos si se lucían en la entrevista y demostraban que tenían potencial.

―Como en Cambridge se solicita un colegio concreto, todo el mundo cae en la tentación de decantarse por los más antiguos y atractivos, pero el sistema funciona igual en todos: recibes más o menos la misma educación y el resto es cuestión de matices imperceptibles por ti y por el resto de los mortales ―también me animaba mi padre por Internet desde Hong Kong―. Aunque cada colegio tiene su propia historia e identidad, son más similares que diferentes. Ninguno es mejor que otro en una materia concreta. A lo que voy. Si diriges tu solicitud a St Mary’s y le gustas, pero ha cubierto todas sus plazas, porque por cada una de ellas pueden presentarse veinte o treinta aspirantes, te pasarán a una reserva y otro colegio menos rico que no haya copado sus plazas te entrevistará.

Mientras los días pasaban sin noticias de la universidad y se llevaban con ellos mis escasas esperanzas, yo esperaba impaciente, intentando no hacerme ilusiones, pues sabía que competía con los mejores estudiantes no solo del Reino Unido, sino de la Unión Europea y del mundo entero. Aunque había un límite para los aspirantes de fuera de la Unión, los comunitarios tenían derecho de acceso ilimitado, y la mirada puesta en los edificios de piedra color miel de St Mary’s.

A aquellas alturas yo había perdido la fe y pensaba que podría darme con un canto en el pecho si ingresaba en el colegio más insignificante. Entonces me invitó a una entrevista un remitente que leí hasta el mareo: la Oficina de admisiones del mismísimo St Mary’s. Sin dudas un milagro. Tal vez un error. Solo había un modo de comprobarlo.

Ilusionado y nervioso a la vez, hice el viaje en tren desde Doncaster. Como había leído que Cambridge conservaba el trazado vial de una pequeña ciudad medieval, decidí ir a pie desde la estación hasta el centro para hacerme una idea de la ciudad donde esperaba afincarme indefinidamente. La caminata resultó larga y agotadora, y después me enteré de que la universidad había colocado la estación de trenes lejos del centro para dificultar las visitas de los estudiantes a sus amoríos en Londres y viceversa. Con todo, paso a paso, me fui enamorando de la belleza y la esencia inspiradora que lo impregnaba todo. Cambridge no era una ciudad con universidad, sino una universidad con una pequeña y encantadora ciudad de mercado.

La primera de las tres entrevistas del día fue con el responsable de admisiones del colegio y se desarrolló sin sorpresas, negativas o positivas. La segunda, con un profesor de latín en su habitación en el Patio Norte, fue la más agradable. Después de la bienvenida con una copa de Oporto, que disfruté en un sillón de corduroy marrón de los años 70, el profe me dio diez minutos para que tradujera sin diccionario un breve pasaje en latín. Pasado este tiempo, me pidió que leyera en voz alta mi versión inglesa, comentamos un par de frases difíciles y me preguntó quién pensaba yo que había escrito aquello. Como era una pieza de oratoria en defensa de un romano, le respondí que creía que había sido Cicerón y por suerte acerté. Entonces conversamos sobre mis lecturas en los meses recientes y, despatarrado en su propio sillón orejero, el hombre se mostró bastante cortés e inteligente. Cuando mencioné a Chan Kwok Wong, me preguntó:

―¿Lo leíste en el cantonés original?

―En inglés ―respondí a secas, inseguro de si esta respuesta me hundiría del todo.

―Ya veo ―fue lo único que articuló.

Luego supe que este autor había escrito en mandarín y no en cantonés, y la incómoda sensación de que quizás el hipócrita del profe hubiese intentado tenderme una trampa me acompañó durante meses. Aunque luego me impartió clases en el primer trimestre, nunca llegué a armarme de suficiente coraje para preguntarle si me había hecho aquella pregunta con segundas.

La última entrevista fue con un académico del departamento de Inglés, el profesor McIntyre, un tipo distante, pomposo, justo como me había imaginado a los dones de Cambridge. De este esperaba que en cualquier momento de la conversación se bajara con una de las extravagantes preguntas de las que había oído hablar. Como no solicitaba matricularme en ciencias, no me iba a pedir que demostrara con una fórmula que las matemáticas son interesantes, ni preguntarme cuán lejos está el horizonte o por qué no se puede deshervir un huevo. Pero perfectamente podía preguntarme si preferiría ser una novela o un poema, qué haría si fuera una urraca, o “¿es esto una pregunta?”. Para mi sorpresa, lo que hizo fue explicarme lenta y condescendientemente por qué el proceso de selección tenía que ser tan riguroso.

― Dado el talento de los aspirantes, los resultados de los exámenes de ingreso son cada vez superiores y sencillamente se trata de elegir a los mejores entre los mejores. Si no se ha dado cuenta, Richard, las entrevistas parecen crueles porque en ellas hay que obligar a los aspirantes a pensar de forma creativa, lateral, “fuera de la caja”.

―Yo estoy acostumbrado a pensar sin caja alguna, señor. Mis padres, que eran aficionados de los métodos Montessori y Steiner…

A la mera mención de aquellos dos apellidos, el hombre puso unos ojos de platillos que me hicieron pensar: acabo de cagarla; esta vez he metido la pata hasta el fondo.

―Interesante. ¿Por qué no me cuenta un poco sobre su educación infantil? Si no le molesta.

―Yo no sé mucho sobre enfoques pedagógicos ―empecé a renquear―, pero lo que puedo decirle es que hasta los seis años mis padres me mandaron a una “sala integrada” Montessori en la que los niños cogíamos de una estantería lo que queríamos y jugábamos a nuestro propio estilo y ritmo. Los adultos nos observaban y poco más. Ahora entiendo que nos estimulaban a pensar y actuar por nosotros mismos. No había actividades competitivas, premios ni castigos.

―¿Sabe usted, Richard, que yo también he enviado a mis hijos a una escuela Montessori? Usted disfrutó de libertad, pero también se supone que haya desarrollado autodisciplina, otro concepto clave.

―Exacto. Me gustaría creer que desarrollé confianza y la “autodisciplina” que usted menciona para adaptarme al entorno, darle sentido y construirme a mí mismo con relación a él. Como me motivaron a tomar mis propias decisiones y dirección, aprendí a resolver problemas, a enfrentar con optimismo los retos y los cambios. Fui incorporando experiencias y conocimientos por el simple hecho de vivir. Aprendí haciendo cosas, jugando. Por eso decía lo de la ausencia de cajas. Cualquiera diría que me crié como un pequeño salvaje, pero la verdad es que no puedo agradecérselo lo suficiente a mis padres y formadores.

Y así seguimos charlando durante mucho más tiempo de lo que había durado la entrevista propiamente. Hasta que el doctor McIntyre se puso de pie y me extendió la mano.

―Richard, le diré que, personalmente, soy más partidario de otorgar plazas por notas que por la entrevista ―agregó, tras una marcada pausa―. Un catedrático no es precisamente el entrevistador más perspicaz. Por eso unas buenas notas en varios años de bachiller son más fiables que las impresiones que podrían causar unos minutos de charla. Pero le confieso que estoy muy satisfecho con esta entrevista y, sean cuales sean los resultados finales, le deseo lo mejor.

???????Mientras desanduve el camino de losas de piedra en el Patio Antiguo me despedí con admiración de la mezcla de intimidad y grandiosidad que el barroco inglés de St Mary’s me había inspirado. Era el sitio justo para mí. ¿Dónde mejor podía estudiar la lengua y literatura inglesas que en un entorno que la irradiaba? El claustro y el cuidado césped me resultaban familiares. ¿De una vida anterior o de un futuro tan cercano que empezaba a confundirse con el peresente?